jueves, junio 30, 2005

Al decir adiós...

Aunque mi estribillo no provenga del ensueño de Kafka, aunque en los oídos de los mortales corazones no sonare como las siete notas de Shubert, aunque estas páginas corrientes fueran sólo la consecuencia de las horas y minutos, aunque el gris color resquebraje los sombríos horizontes, mi anhelo constante será la lectura nocturna de un esbozo que hará imperante los secretos, las dudas, las absolutas interrogantes.

Y quizás nunca conozcas la realidad de mi alma, que incesante deseaba recitarte la verdad de lo que siento.

Y es que mi “Epístola al final de la existencia” es abstracta, incierta, sombría. Porque fue hoy, en la pesadumbre que me acechaba, cuando intenté pronunciar absurdas y exánimes palabras. Pero el angosto abrazo y el beso inefable no dijeron nada.

Pero qué más se puede esperar de mí, si hay segundos en los que la risa me inunda, y otros en los que me siento un espacio para la sinrazón. Dime quién puede interpretar mis sentidos sino Dios. Dios que te escucha, te ama, te ayuda, aunque a veces siento que sólo escucha.

Lo repito, tengo un único anhelo: que el recuerdo de lo que he sido, he tenido y he creado, lo conserves con esa espiritualidad que el Creador tuvo al amor, para dárselo a los seres en la luz y en la agonía.

Y el adiós, triste postrer palabra, se establece en mi memoria. Eso es lo que precisamente mi intelecto buscaba pronunciar, pero no encontró otro refugio que la tinta negra, que afortunadamente se impregna en las amarillentas páginas para poner en evidencia a un corazón que aprendió a amar sinceramente y a transcribir versos de vida y de muerte.

miércoles, junio 15, 2005

Carta enésima...

Soledad:
Tú ya lo sabes bien, yo siempre fui el final de la esperanza. Camino en la ciudad y la calle me habla, pero yo no entiendo nada. Mi sombra huyó de las paredes, de los adoquines; y el viento ya no quiere sostener mi voz. El vacío llena el espacio que ocupaban los recuerdos, provoca susurros en mis lúgubres entrañas.
El paso del tiempo ayer me causó estragos. Yo que creía ser el mismo por tener igual efigie, caí en cuenta de que mis ojos me delatan. Se resisten ellos al brotar de lágrimas, y quizás esta sea la causa del abrupto dolor que en las tardes me embarga.
Trato de refugiarme en textos, melodías, olores de antaño. Una cómoda sensación me embarga. Volver atrás, disfrutar viejas glorias. Ensimismado. Hasta que se agota la nostalgia.
Renunciar no es fácil otra vez. Hoy que dudé del color del viento, no sé si será mío el alba de oro. El día exacto es una estrella despistada que me espera al despertar.
(Previamente Publicado en Cuenta Cuentos)